domingo, 25 de enero de 2015

TARTA DE ZANAHORIA Y PIÑA CON COBERTURA DE CHOCOLATE BLANCO


Hoy he tenido una comida en las que hay que participar cocinando algún plato. Yo me pedí hacer el postre. Sabía que coincidía esta reunión con el cumpleaños de un amigo al que no podría ver, pero sí enviarle fotos de mi postre y de alguna manera compartirlo.
Esta vez ha tocado:

TARTA DE ZANAHORIA Y PIÑA CON COBERTURA DE CHOCOLATE BLANCO

Ingredientes para el bizcocho:

-3 huevos
-200 g de azúcar
-300 g de zanahoria rallada
-2 rodajas de piña en su jugo
-50 g de nueces
-75 gramos de arándanos desecados
-180 g de harina
-Un sobre de levadura
-Canela
-Jengibre en polvo

Ingredientes para la cobertura:

-120 g de chocolate blanco
-50 g de mantequilla
-50 g de azúcar en polvo
-200 g de queso crema

-Batimos el azúcar y los huevos.


Añadimos la zanahoria y la piña y mezclamos.


Luego incorporamos los arándanos (que habremos hidratado con agua caliente) y las nueces picadas o rotas, dependen de como nos gusten.


Por otra parte mezclamos la harina con media cucharadita de canela, media cucharadita de jengibre en polvo y el sobre de levadura. Luego la añadimos, poco a poco, a la anterior mezcla.






Cuando todo esté bien mezclado lo ponemos en un molde enharinado y lo introducimos en el horno a 180º durante 40 minutos.





Mientras se enfría el bizcocho preparamos la cobertura.
Derretimos al baño maría el chocolate junto con la mantequilla. Batimos el queso crema con el azúcar en polvo y le incorporamos el chocolate y la mantequilla derretidos.
Luego cubrimos el bizcocho.


Espero que os aproveche.


 

domingo, 11 de enero de 2015

LA FUENTE DE LAS TORTUGAS


LA FUENTE DE LAS TORTUGAS 





Las leonas que resguardan el paseo del Borne parecen darnos la bienvenida.

El incorpóreo abrazo que nos acompaña desde que dejamos atrás la calle Conquistador, La Lonja y el Consulado, nos abandona para alzarse hasta el techado vegetal que cubre el paseo. Siempre me gustó denominar a este lugar con el primer nombre que tuvo, “El Salón de la Princesa”. Las hojas de los altos árboles se bambolean, permitiendo la entrada a cientos de destellos de luz que rebotan en el mosaico acristalado de los adoquines. El reflejo crea a nuestro paso un cortejo de mariposas brillantes, que se desvanecen al chocar con la piedra gris de La fuente de las tortugas, que, soberana, invita a adentrarse en la ciudad de Palma en todas sus direcciones.

Mientras tomo asiento en uno de los bancos de piedra, Ignacio se separa de mí encaminándose al antiguo kiosco de revistas y periódicos. Tras observar cómo se aleja, cierro los ojos y me siento mecida por los rayos del sol. La ciudad me regala el sosiego de esta mañana de domingo. Un obsequio que acepto dejándome llevar por los recuerdos.

También era un domingo, de hace ya más de tres décadas, cuando desde este mismo lugar la ciudad se me fue presentando entre las últimas luces del día. Bajo los arcos de la avenida Jaime III, emprendí el camino hacia la calle Concepción, con el andar seguro que otorga la decisión de dejar atrás los sueños y fabricar la realidad.

Mi abuela Pilar, confidente de todos mis anhelos, había sabido convencer a mis padres de que, tras el desmorone económico de la familia, el futuro que ellos habían imaginado uniendo nuestro apellido al de otra de las pudientes familias de la zona, no era más que un imposible. Así, tras aquella absoluta excusa, no pusieron obstáculos a mi traslado a la ciudad cuando acepté un puesto de trabajo como secretaria en la editorial Planas. Mi abuela, que seguía codeándose entre las mejores familias, fue la que movió todos los hilos para que el hijo de la señora Roser me recomendara al señor Planas. También fue a través de otra de las amigas de mi abuela, la señora Blanes, por la que encontré alojamiento en una de las casas que el marido de esta poseía en la ciudad.

Desviándome de la avenida, me adentré en una de sus callejuelas. Subí unas cortas escaleras que me llevaron a la fuente del Santo Sepulcro, y desde allí, accedí a la calle Concepción buscando el portal número diez. A la altura del convento que da nombre a la calle, me paré ante un gran edificio de tres plantas. Ese era el lugar que buscaba. Crucé el zaguán, entrando en un gran vestíbulo cubierto por un artesonado de madera. Me quedé parada durante unos minutos, hasta que mis ojos se acostumbraron al contraluz. Siguiendo el sonido de una voz infantil, llegué hasta el fondo de la estancia, accediendo a un gran patio rodeado de grandes arcos y columnas dóricas. En el centro, sobre una pequeña fuente clausurada, una niña de unos seis años, morena, con el pelo recogido en dos pequeñas coletas, y vestida solamente por unas braguitas blancas de algodón, hablaba dirigiéndose a una anciana sentada en una silla de rafia, mientras contemplaba embobada a la pequeña. La niña fue la primera en advertir mi presencia.


—Hola, soy Mariola -me dijo la niña-. La estábamos esperando. ¿Verdad, señorita Davis? -añadió dirigiéndose a la anciana, que lentamente y con gran esfuerzo se levantó de la silla y se dirigió hacia mí sonriente.

—Sí, la estábamos esperando. Nos advirtió Adela, la mujer que viene a limpiar la habitación cuando llega un nuevo huésped -dijo la anciana-. Me dejó la llave de la suya porque no sabía a qué hora llegaría usted, y a su marido no le gusta que se le hagan las tantas por la calle. Si me sigue le enseñaré la que ahora será su casa.

La mujer, con paso lento, se dirigió hacia el vestíbulo que yo había cruzado. La niña le adelantó correteando. Yo cogí el equipaje que había dejado en el suelo y, al levantar la cabeza, en la escalera de piedra que subía del patio a la planta superior, vi a una mujer joven, morena, vestida sólo con una combinación, con los labios pintados de un rojo intenso, fumando un cigarrillo mientras me observaba con gesto aburrido.

—Señorita, señorita.

La pequeña me llamaba desde el fondo del vestíbulo. Seguí su voz y llegué hasta la puerta de la que iba a ser mi habitación. La señorita Davis y ella me esperaban ya en el interior. Dejé la maleta sobre una butaca de piel marrón, y examiné la estancia y el resto de muebles que la ocupaban. El conjunto estaba formado por una cama, dos mesas de noche, una cómoda y un gran armario de doble puerta. Todos ellos de madera de castaño con tallas y marquetería.

—­Y tiene cuarto de baño para usted sola sin necesidad de salir de la habitación. La señorita Davis también lo tiene. Mamá y yo tenemos que salir al corredor para ir al baño, aunque también es para nosotras solas -dijo la niña-, apareciendo por la puerta que vinculaba los dos espacios.

—Supongo que estará muerta de hambre -me dijo la señorita Davis-. Si quiere, por esta noche, puede comer algo de mi cena. Ya mañana se preocupará de su comida. La dejamos aquí para que se refresque y en un rato la esperamos en la cocina. -Yo asentí. La niña y ella se dirigieron a la puerta.

—Señorita Davis -conseguí decir antes de que desapareciera-. Me llamo Marina. Marina Alomar. La mujer volvió a sonreírme y se marchó tras la niña.

Me quedé en el centro de la habitación y me vi reflejada en el espejo de la cómoda. Entendí lo que había querido decir la señorita Davis con lo de que me refrescara. Mi melena, oscura y rizada, necesitaba un buen cepillado y, la piel de mi rostro, reflejaba la humedad del calor en el mes de agosto. Entré en el baño y abrí el grifo del lavabo. Al cabo de unos minutos salí de él, terminando de recogerme el pelo en un sencillo moño. Cuando iba a salir de la habitación volví a revisarla y, por un segundo, me sentí sola. Pero fue sólo eso, un segundo. Después me sentí feliz. Por fin había dejado atrás el pueblo y con él, el sueño de otros. El mío, en cambio, iba a vivirlo.

Volví al patio, y de una puerta situada bajo uno de sus arcos, escuché la voz de Mariola esta vez refunfuñando. Al cruzar la puerta vi que daba a una gran y acogedora cocina, Una mesa larga, como para quince comensales, estaba cubierta por un mantel de cuadros rojos y blancos. Mariola, sentada en una de las cabeceras, había sumado a su escaso atuendo un babero que parecía hecho de un retal del mantel. Con pocas ganas, sostenía en su mano izquierda un tenedor con el que picoteaba la coliflor hervida que había en su plato. La verdura parecía ser el objeto de su refunfuñar. La mujer que había visto antes en la escalera, estaba sentada al lado de la niña mientras leía una revista. Alzó la mirada cuando entré en la cocina, pero tras unos segundos volvió a centrarse en la revista. La señorita Davis puso sobre la mesa una fuente de trempó y un buen trozo de pan moreno.

—Esto es para nosotras -dijo la mujer mientras me ofrecía asiento.

—¿Y por qué para mí hay coliflor? -dijo Mariola, desordenando todavía más el contenido de su plato.

Poco a poco me fui adaptando a aquella casa. El patio y la cocina eran los lugares comunes. El resto, exceptuando nuestras habitaciones, estaba cerrado a cal y canto. A las horas de las comidas coincidíamos todas en la cocina. Allí conversábamos, excepto Gloria, la mujer de la escalera que resultó ser la madre de Mariola. La señorita Davis me aconsejaba qué lugares visitar de la ciudad, que era a lo que dedicaba el tiempo, hasta que tuviera que incorporarme a mi trabajo en la editorial a principios del mes de septiembre. El resto del día lo pasaba en mi habitación y por la noche coincidíamos la anciana, la niña y yo en el patio. Allí escuchábamos algunas de las novelas que ponían en la radio, o yo jugaba con la niña mientras la mujer daba alguna cabezadita. Gloria nunca se unió a nosotras. Algunas veces nos observaba desde la escalera y otras veces salía a la calle, uniformada con sus vestidos ajustados y sus tacones altos. Cuando esto sucedía, la señorita Davis negaba con la cabeza a la vez que susurraba:<<Esta muchacha, esta muchacha>>. Esas noches Mariola dormía con la señorita Davis en su habitación.

Llegó septiembre y, con el mes, mi incorporación a la editorial Planas. Era una editorial pequeña, familiar, ubicada en la calle Misión. Mi trabajo consistía en llevar la agenda del señor Planas y recibir las obras, que con cierto pudor, jóvenes y desconocidos escritores nos presentaban para su posible publicación. El señor Martorell, era el lector de las obras, y en parte censor, propio de la época. El resultado de las lecturas, tras ser consultado al señor Planas, me era dictado para ser enviado por correo al desconsolado o agraciado autor. Me alegré de que la contestación fuera comunicada por correo, o me habría costado horrores tener que ser yo la que terminara con la ilusión de estos, dándoles una negativa de palabra. El hijo del señor Planas era el encargado de recibir a los autores conocidos. Aquellos que escribían por encargo de la editorial o porque, simplemente su nombre significaba venta.

La editorial trabajaba siempre con la misma imprenta, la imprenta Fanals, que tenía el local en la calle San Miguel. En ella trabajaban cuatro empleados y el encargado. Este era, Ignacio Cordelli. Tenía un par de años más que yo, unos veinticinco. Era alto, de tez clara y pelo castaño. Llevaba un fino bigote y perilla, siempre muy arreglados. Nos veíamos con frecuencia en la editorial o en la imprenta y su trato era afable. Supe que era hijo único y que vivía con sus padres en la calle San Jaime. Su padre era curtidor y su madre cocinera. Yo le conté que era hija única y que hacía poco que me había instalado en Palma. Le sorprendió que no viviera con mi familia, pero entendió que quisiera vivir mi vida en la ciudad.
Una tarde del mes de diciembre, al terminar el trabajo, bajaba por la calle Olmos hacia la Rambla, con intención de dar un paseo y respirar el ambiente navideño. A la altura de la en aquel entonces recién inaugurada, librería Fiol, me encontré con Ignacio. Este salía del comercio con un paquetito entre sus manos. Me llamó la atención el súbito enrojecimiento que apareció en sus mejillas al verme.

—Buenas tardes, señor Cordelli.

—Buenas tardes, señorita Alomar -contestó él, mientras intentaba guardar con poco atino, el paquetito en el bolsillo interior de su abrigo-. ¿Ya va para casa?

—No, quería dar una vuelta antes de dirigirme allí. Es mi primera navidad en la ciudad, y quería dar un paseo hasta el Borne para ver la iluminación —. Ignacio Cordelli, miró hacia el final de la calle mientras asentía pensativo.

—¿Le importaría que le acompañara? -dijo, sin poder disimular otro curioso rubor-. Asentí y seguimos bajando la calle.

En aquel paseo, acompañados por el olor de castañas asadas y el sonido de algunos villancicos desafinados, conversamos largamente, y me sorprendí al escucharme decir que mi sueño era escribir. Jamás se lo había confesado a nadie, salvo a mi abuela. Contárselo prácticamente a un desconocido no dejaba de ser curioso. Él recibió mi noticia con un ligero asentimiento de su cabeza.

—Me gustaría leer algo suyo, si no le es molestia.

—Claro -le dije, no sin sentir de repente un exceso de dudas e inquietud hacia sus posibles comentarios-. Pero no espere demasiado -añadí sin poder evitar una pequeña sonrisa vergonzosa.

Al despedirnos en el portal de casa, Ignacio propuso que nos tuteáramos, algo a lo que lógicamente accedí.

—Bien, entonces ha sido un placer, Marina. Espero que volvamos a repetirlo.

—Para mí también, Ignacio ―Y tras darle las buenas noches, crucé el portón sintiendo un vuelco en el corazón.

El día de navidad y el de San Esteban, los pasé en casa de mis padres. No fueron celebraciones como las sucedidas desde que tenía recuerdo. Mi padre, desde que los problemas económicos le obligaron al cierre de la fábrica, no levantaba cabeza, y en aquellos pocos meses transcurridos desde mi venida a Palma, había envejecido a pasos agigantados. Mi madre, sin querer darse cuenta de ello, no hacía más que hablar de los tiempos pasados como si siguieran existiendo. Mi abuela era la que manejaba la situación real. Me contó cómo había convencido a la señora Blanes, para que empujara a su marido a ofrecer a mi padre una buena oferta por los terrenos de Sa Font, lugar donde había estado ubicada la fábrica. Esta transacción permitiría a mi padre mantener un status económico suficiente para vivir, más o menos como habíamos vivido siempre, aunque habría que controlar los excesos estrambóticos con los que, de vez en cuando, nos sorprendía mi madre.
Mi abuela quiso saber todo sobre mi vida en Palma y, se alegró gratamente, cuando le hablé de la existencia de Ignacio. No me pasó desapercibida la sonrisa maliciosa que apareció en su rostro. Cuando le conté lo que había hablado con Ignacio, fue a su habitación, y al cabo de unos minutos apareció con una carpeta de color azul, en la que guardaba un montón de cuartillas. Eran todos los relatos que yo había escrito y que le había regalado para sus cumpleaños y santos, como era su deseo desde que conoció mi intención de escribir.

—Dale todos estos relatos a ese muchacho -me dijo, poniendo entre mis manos aquella carpeta, y dejando sus dedos entrelazados con los míos continuó: —No tengas miedo a recibir comentarios o críticas. Lo único que puede suceder es que llegues a la conclusión de que todavía pueden ser mejores, y eso no es malo. Tú puedes lograrlo, Marina –me dijo-. Depositó un beso en mi mejilla y nos fundimos en un abrazo.

—Y después de a ese muchacho, se los entregas al tal Planas -y las dos soltamos una sonora carcajada.


A mi vuelta a Palma todavía me quedaban unos días libres, ya que la editorial permanecería cerrada hasta después del día de Reyes. Gloria llevaba desaparecida dos días. Era algo que entraba dentro de lo normal, según me comentó la señorita Davis, cuando atracaba algún barco en el puerto, y la ciudad se veía inundada por la presencia de uniformados soldados americanos.

—Hace unos días la vi hablando con La Fineta -dijo negando con la cabeza, como hacía siempre cuando hablaba de Gloria y sus costumbres.

La Fineta vivía en una casa de dos plantas que lindaba con el convento. La casa de La Fineta, era una muy visitada casa de tolerancia, clandestina, que todo el mundo conocía. Desde la azotea de nuestro edificio, una planta más alto que el de La Fineta, se veía la de este y el claustro del convento. Algunas veces, al subir a tender las sábanas, me había quedado allí asomada observando una escena peculiar. El claustro, silencioso, era transitado de vez en cuando por alguna de las hermanas de la congregación y, en contraste, en la azotea del edificio colindante, las chicas fijas que vivían en la casa de La Fineta, tomaban desnudas el sol. Entendí por qué, la señorita Davis, tenía prohibido subir a la azotea a Mariola. Alguna vez pude ver entre aquellas mujeres a Gloria.

A última hora del día de Reyes, la señorita Davis y yo conversábamos en la cocina al calor de la enorme chimenea. Mariola correteaba por la casa, enseñándosela a la muñeca que la anciana y yo le habíamos puesto para reyes. Nuestra conversación se vio interrumpida por la voz de la pequeña.

—Marina, ha venido un señor que quiere verte.

Detrás de la niña apareció Ignacio. Traía en sus manos el paquetito que guardó en el bolsillo de su abrigo, el día de nuestro encuentro.

—Buenas tardes, Marina. Buenas tardes, señora -dijo dirigiéndose a la señorita Davis con una ligera inclinación de cabeza.

—Buenas tardes, Ignacio. No le esperaba -contesté mientras intentaba arreglar los despeinados rizos de mi melena-. Este es Ignacio Cordelli, señorita Davis, el encargado de la imprenta que trabaja para la editorial.

—Encantada, señor Cordelli -dijo la señorita Davis-. Pero quítese el abrigo y siéntese, no se quede ahí.

—Gracias -dijo Ignacio tomando asiento junto al mío, en el cual yo me había quedado sentada sin saber bien cómo actuar.

La señorita Davis se levantó y sacó un platito con turrón y mantecados de la alacena.

—Pruebe los mantecados, los ha hecho Marina. Yo voy a ver en qué anda haciendo Mariola -dijo la mujer-. Yo la miré petrificada, ya que los mantecados los habíamos comprado el día anterior en uno de los puestos del mercado de la Plaza Mayor.

—Marina, ofrécele una copita de moscatel al señor Cordelli -añadió, guiñándome un ojo y desapareciendo llamando a Mariola.

—No le hagas caso. Los compramos ayer en el mercado -dije mientras le llenaba a Ignacio una copita con el vino dulce.

—Espero no haberte molestado con mi visita -dijo Ignacio-. Llevaba ya unos días queriendo venir para que conversáramos un rato, pero pensé que habrías salido de la ciudad para visitar a tu familia -yo asentí-. Pero hoy, sabiendo que mañana ya vuelves al trabajo, he creído que te encontraría y he querido venir para ofrecerte mi regalo de reyes -añadió, ofreciéndome el paquetito.

—Yo…yo no sé que decirte, Ignacio -balbucí enrojeciéndome.

—Nada, no tienes que decir nada. Ábrelo. Acababa de comprártelo el día que nos encontramos, sin saber cuándo ni qué excusa utilizar para regalártelo.

Deshice el lazo que adornaba el paquetito y vi que era una novela. “Nada” de Carmen Laforet, premio Nadal hacía unos diez años.

—Espero que te guste. Su protagonista, en algunos matices, me recuerda un poco a ti.

Le agradecí el gesto y estuve a punto de decirle que yo no tenía nada para él, pero entonces me decidí y le dije que me esperara un momento. Salí de la cocina y fui a mi habitación a por la carpeta. Antes de entrar de nuevo en la cocina, me paré unos segundos y respiré hondo.

—Yo tengo esto para ti -le dije ofreciéndole la carpeta.

La abrió lentamente observándome. Cuando vio su contenido, hojeó las cuartillas.

—Cuando me dijiste que escribías, pensé que serían cosas más sencillas, más cortas. Me alegro de haberme equivocado.

—Bueno, en realidad son sencillas.

—Eso te lo diré después de haberlas leído.

Estuvimos conversando un rato, hasta que oímos el reloj del vestíbulo dar las nueve. Le acompañé hasta el portón y allí alargamos la conversación durante unos minutos, hasta que nos despedimos.

Al volver a la cocina, la señorita Davis ya estaba otra vez allí empezando a preparar la cena. Cogí el libro de encima de la mesa para llevarlo a mi habitación, y al salir de la cocina oí decir a la anciana:

—Señora Cordelli. Suena bien.

Desde ese día, mis encuentros con Ignacio se convirtieron en diarios. Al salir del trabajo me esperaba en la puerta y dábamos una vuelta comentándonos el día. Cuando Gloria no estaba en casa él se quedaba a cenar. Esas noches, para Mariola resultaban ser como una fiesta, y la señorita Davis, muy coqueta ella, se ponía la falda que hasta aquel momento había sido de uso exclusivo para los domingos. Los sábados por la noche íbamos a bailar a la Asistencia Palmesana. Los domingos por la tarde, algunas veces acompañados por Mariola, tomábamos un helado en las avenidas, mientras nos sentábamos en un banco a escuchar la música que se oía a través del altavoz que había en el bar Triquet. Fue una de aquellas tardes cuando Ignacio quiso hacerme otro regalo. Del bolsillo interior de su abrigo sacó un paquetito parecido al que me había ofrecido el día de Reyes. Al abrirlo, emití un pequeño grito al ver el título del libro que tenía en mis manos. Era el título de uno de mis relatos: << ¿Te he dicho hoy que te quiero?>>, y debajo, en letras negras, mi nombre.

―Pero…y esto -conseguí decir al final.

―Este es el resultado de mi lectura -dijo Ignacio, riendo al verme tan desconcertada-. Tienes que seguir escribiendo, Marina. Tus relatos son buenos. Consigues que al lector se le hagan cortos y quiera saber cómo siguen las vidas de los personajes. En algunos momentos me he sentido tan cercano a ellos, y comprendido tan bien las situaciones que narras, que me ha costado volver a la realidad al llegar al final. Quería decirte que tenías que seguir escribiendo, y para que te lo creyeras, preparé la maquetación de tus relatos y hablé con el señor Fanals, para que me dejara hacer la impresión y la encuadernación. Sólo existen dos ejemplares. Este y el que he impreso para mi.

―No sé que decir.

―No tienes que decir nada. Sólo tienes que escribir, Marina.

Reprimí el deseo de abrazarle, pero Ignacio me acarició el rostro y, entonces nos besamos.

Nuestro noviazgo duró dos años. Cuando decidimos casarnos, fuimos con sus padres a comer un domingo a casa de los míos. Allí hicimos la pedida. Ignacio me regaló un anillo de oro blanco, adornado por cuatro circonitas engarzadas. A él, yo le regalé un reloj de acero, de la marca Festina. Mis padres resultaron unos anfitriones magníficos, aunque para su pesar, me casara con el hijo de una cocinera. Mi abuela quedó encantada de Ignacio y nos dio su bendición. Aquella fue la última vez que la vi. Murió al cabo de dos meses, un domingo de Pascua.

Contrajimos matrimonio en la iglesia de San Jaime, la víspera de San Juan del año 1955. Asistieron mis padres, los de Ignacio, algunos familiares de este, la señorita Davis con Mariola, el señor Planas y familia, y el señor Fanals. Al finalizar la ceremonia nos dirigimos todos, excepto mis padres que pusieron la excusa de que se les haría tarde para el regreso, a C’an Joan de S’aigo, a tomar un chocolate con ensaimadas. Creo que aquel día fue el más feliz de mi vida. Y el de Ignacio también. Pasados los años, siempre bromeaba con que me había esperado junto al altar con una sonrisa que todavía no se le había borrado.

Los padres de Ignacio, tenían una casita en la calle del Carmen. Poco a poco la habíamos arreglado y ese iba a ser nuestro hogar. Me iba a costar dejar mi habitación en la calle Concepción, ya que la señorita Davis y Mariola, se habían convertido en aquellos últimos años en mi familia. La última noche que pasé en aquella casa, tras volver del convento de Santa Clara, al que había ido como marcaba la costumbre a hacer la ofrenda de huevos para que el día de la boda no lloviese, cenamos las tres juntas en el patio y organizamos una pequeña fiesta de despedida. Gloria llegó cerca de la medianoche y ordenó a Mariola que subiera ya a la habitación. La señorita Davis, había tomado dos copitas de cava y me pidió que por favor la acompañara hasta el interior de su habitación. Aquella era la primera vez que entraba en ella. La ayudé a desnudarse y ponerse el camisón, y esperé a que se metiera en la cama. Nunca me había cuestionado el apellido de la mujer. Nunca le pregunté, pero aquel día vi que aquella habitación era un museo dedicado a la actriz Bette Davis. La habitación estaba plagada de marcos con fotos. Esos marcos, en los que exponemos nuestra historia y la de nuestros seres queridos. Ella, en cambio, los había rellenado con fotografías de la actriz que había recortado de las revistas. Apagué la luz y cerré la puerta.

Nuestra luna de miel la pasamos en Barcelona. Ignacio nunca había salido de la isla. Yo, siendo muy jovencita, había ido a la ciudad Condal, pero tan sólo me quedaba de ella un vago recuerdo. Nos hospedamos en una pensión de la calle Muntaner, muy cerca de la Plaza Cataluña, detalle que nos recordó a la protagonista del libro que me había regalado aquel día de reyes. A Ignacio le fascinó aquella bulliciosa ciudad, abierta a nuevas proposiciones laborales y con un gran mercado que explorar. Hablaba tan entusiasmado que tuve miedo de que quisiera instalarse en ella. Me tranquilizó diciendo que él nunca dejaría la roqueta, pero que se había dado cuenta de que el mundo era grande, y eso había que aprovecharlo.

Al volver a Palma nos instalamos en la casa de la calle del Carmen. Yo había dejado de trabajar dos meses antes de la boda. Había sido una decisión tomada entre los dos. Al principio yo había sido reticente a ello, pero Ignacio alimentó mis ganas de escribir. El horario de la editorial me quitaría mucho tiempo para dedicarme realmente a ello y, económicamente, aunque un poco justos, nos lo podíamos permitir. Comuniqué mi próxima baja en la empresa, pero no les saqué del error cuando llegaron a la conclusión de que era lógico, que una mujer casada no trabajara fuera de casa.

Ignacio se empecinó en comprar una máquina de escribir. Tras numerosas discusiones, en las que yo confesaba mi intención de seguir escribiendo a mano, tal y como me gustaba, la máquina se terminó comprando. Una Underwood, con carrito de ruedas incluido. Al principio intenté introducirla en el mundo creado entre mi imaginación y el papel. El ruido estrepitoso que realizaban sus teclas, delataba mi dedicación diurna y, con frecuencia también nocturna, hasta a los vecinos de la planta inferior. Al final, la máquina encontró su lugar como elemento decorativo en una esquina del estudio, y el carrito de ruedas, pasado un tiempo, lo pinté de color rojo inglés y sirvió como superficie para aposentar un glorioso helecho, sucedido por otros de su especie a través de los años. Utilizar sólo papel y lápiz, me daba libertad para trasladar mi estudio allí donde fuera. Era fácil encontrarme, con mis útiles entre las manos, en un banco de Las Ramblas, en una de las mesas del café Lírico, o unos años más tarde en el estanque de los cisnes, en El Huerto del Rey. De aquellos años, guardo una fructífera cosecha de relatos cortos, de los que Ignacio se convirtió, en aquel momento, en su único lector y el mejor de los críticos. Es decir, fue mi amigo.

Una tarde, al salir del trabajo, Ignacio vino a buscarme al café Lírico, donde habíamos quedado. Le noté nervioso y excitado. El señor Fanals, entrado ya en años, había comunicado a los trabajadores que le había llegado el momento de jubilarse. Eso motivaría el cierre de la imprenta, Yo miré a Ignacio extrañada y asustada. No entendía su excitación.

―¿No lo entiendes, Marina? -dijo mirándome fijamente-. Este es nuestro momento. Ahora que el señor Fanals cierra la imprenta, no hay motivo para que no decidamos crear la nuestra propia. Son pocas las imprentas que hay en Palma y el señor Fanals está de acuerdo en facilitarme su bolsa de clientes.

Entonces lo entendí todo. Volvimos a casa pensando en cómo lo íbamos a hacer y nos fuimos contagiando mutuamente con la excitación del otro. Transcurridas unas semanas, habíamos encontrado en la calle Conquistador, el local perfecto para instalar nuestro negocio, Redactamos un documento, el cual firmaron el señor Fanals e Ignacio, y lo enviamos a los clientes para informarles del próximo cierre de la imprenta Fanals y de la inminente apertura de la imprenta Cordelli.

El hijo del señor Planas, hacía ya un par de años que había abandonado la isla y se había instalado en Barcelona, asociándose a una de las más importantes editoriales de la ciudad. Ignacio se puso en contacto con él y le informó del advenimiento. El joven Planas se mostró complacido por la noticia y aseguró su presencia el día de la inauguración. Quería conocer las nuevas instalaciones y, si Ignacio estaba de acuerdo, podían hablar de negocios. El día dieciséis de mayo de 1956, quedó inaugurada la imprenta y se cerró el primer contrato con el cliente catalán, al que con el tiempo se sumaron muchos otros.

Yo seguí trabajando en mis textos, pero cada día me pasaba por la imprenta para examinar la contabilidad, departamento del negocio que Ignacio prefería dejar en mis manos. Una tarde, regresando a casa, decidí comprar unos dulces y pasar a hacer una visita a la señorita Davis y a Mariola. Al llegar, saludé desde el vestíbulo pero nadie salió a recibirme. El patio estaba vacío. Entré en la cocina y tampoco encontré a nadie. Volví a salir al patio y me dirigí a la habitación de la señorita Davis. Toqué a la puerta y nadie contestó, pero escuché tras la puerta un sonido que parecía un arrullo. Abrí la puerta y hallé a la señorita Davis. La vi más pequeña que nunca, sentada en su mecedora. Ella no fue consciente de mi llegada. Al principio creí que canturreaba pero al acercarme me di cuenta de que lloraba.

―¿Qué es lo que le sucede, señorita Davis? –pregunté mientras me acuclillaba ante la mujer.

―¡Ay, Marina, has venido! -dijo la mujer, poniendo sus manos en mi rostro e intentando enfocar su mirada, gesto que le resultaba difícil por culpa de las lágrimas.

―¿Pero qué le sucede, mujer?

―¡Se la han llevado, se la han llevado!

―¿A quién, a quién se han llevado?

―A la pequeña. ¡Se han llevado a Mariola! Vinieron los guardias y se la llevaron, Marina.

―¿Pero por qué se la han llevado?

―Porque dicen que yo no me la puedo quedar -dijo la mujer y prosiguió tras controlar el lloro-. Hace unos días detuvieron a Gloria en una redada de una de esas casas de la calle Socorro. Cuando los guardias se enteraron de la existencia de Mariola, vinieron a buscarla para llevarla a la Misericordia. Yo intenté que la dejaran aquí conmigo, pero no pude convencerles, Marina -la mujer me cogió de las manos-. Tienes que hacer algo. Tienes que convencerles de que la niña puede estar aquí conmigo. ¡Tiene que estar conmigo! -terminó gritando la mujer perdiendo los nervios.

Salí de aquella casa con la determinación de ir en busca de Mariola y volver con ella a toda costa. Llegué al edificio de La Misericordia y entré en el gran patio. Unas niñas, vestidas con unos baberos azules con rayas del mismo color en otras tonalidades, salieron corriendo en diagonal de una de las esquinas, en dirección a lo que supuse que era el comedor, por el ruido de platos y vasos que venían de aquella zona. Allí me dirigí y, al entrar, hice caso omiso del bullicio del comedor y empecé a gritar, hasta que todo se fue quedando en silencio y sólo se oyó mi voz.
―¡Mariola, Mariola! -grité desesperada, buscando a la pequeña con la mirada.

Una de las hermanas se acercó a mí y me exigió que dejara de montar el escándalo. Sin hacerle caso seguí gritando: << ¡Mariola, Mariola!>>

Al final vi a la pequeña sentada en la esquina de una de las grandes mesas. Fui hasta ella y le ofrecí la mano. Ella me la agarró fuertemente y salimos de aquel comedor, de aquel edificio. Volví a la casa de la calle Concepción con la niña. Al entrar, fuimos directamente a la habitación de la señorita Davis. La niña corrió hacia la anciana, y ésta la acogió con un abrazo maternal.

Volví a la calle en dirección a la avenida Jaime III. Atravesé la calle y las vías del tranvía, enfilando el Paseo del Borne en aquel momento numerosamente transitado. Llegué a la calle Conquistador y entré en la imprenta casi sin aire. Ahí me di cuenta de que había ido corriendo. Ignacio se quedó paralizado al verme entrar en aquel estado. Me obligó a sentarme y pidió que me trajeran un vaso de agua. Después de beber un sorbo pude hablar.

―Ignacio, tenemos un problema.


Nos costó varias semanas y deber varios favores el poder arreglar la situación de Mariola. Gloria iba a pasar una buena temporada en la cárcel, por haberse visto involucrada en un delito de sangre, sucedido en una pensión de la calle Socorro. Al final, todo quedó arreglado para que la niña pudiera vivir con Ignacio y conmigo. La señorita Davis, a propuesta de Ignacio, también se instaló con nosotros.

―¿Quiere llevarse algo, señorita Davis? -le pregunté, cuando íbamos a salir de su habitación el día que fui a recogerla.

―Lo llevo todo -contestó.

Al llegar a casa le ayudé a deshacer su equipaje. Lo primero que apareció al abrir la maleta, fue una de las fotos enmarcadas de su museo particular. La cogió como si de un tesoro se tratara y buscó el lugar dónde colocarla. Tras un minucioso estudio, un primer plano de Bette Davis en la película “La Loba”, quedó perfecto en el lateral derecho del tocador.

Aquella primera noche que pasamos todos juntos en casa, cuando todo el mundo se encontraba ya en la cama, encendí la lamparilla de la mesa del despacho, abrí la pluma y, empecé a escribir en el papel lo que iba a ser mi primera historia larga. Mi novela.

Sin darnos cuenta habíamos formado una familia. Un poco inusual, pero una familia. En aquel momento Mariola tenía once años. El curso escolar había empezado ya hacía un mes, pero conseguimos que la niña entrara en el colegio de las Teresianas, gracias a que la madre de Ignacio había trabajado allí, tiempo antes, como cocinera. Las monjas al principio se volvieron locas con ella. Tanto Gloria como la señorita Davis, habían actuado con dejadez en lo referente a la educación de la niña. Poco a poco, entre todos, la fuimos acostumbrando a sus obligaciones.

Ignacio la acompañaba por las mañanas hasta el colegio antes de irse al trabajo,
momento en el que ella con sus zalamerías, conseguía todo tipo de promesas para el fin
de semana. Mientras tanto, entre la señorita Davis y yo recogíamos la casa. Al terminar, la anciana se sentaba a tejer. Yo me metía en el despacho hasta que escuchaba a Ignacio regresar a casa. Su saludo y, el olor que llegaba desde la cocina —lugar del que se había apropiado la señorita Davis—, me hacían regresar del lugar de la historia en el que me encontraba.

Por la tardes, acudía a la imprenta junto a Ignacio, para seguir llevando la
contabilidad, y cuando terminaba iba a recoger a Mariola al colegio. La niña, siempre
aparecía corriendo por el patio cogida de la mano de su amiga Lucía. La casualidad
había hecho que su compañera inseparable en el colegio, fuera nieta del señor Blanes, el
propietario de la casa de la calle Concepción en la que habíamos vivido. En el camino
de regreso a casa, la niña me contaba todo lo acontecido en el día, y me informaba de
todos los planes que había hecho Ignacio para nosotras durante el fin de semana,
obviando el detalle de que todos eran a petición suya. Al llegar a casa, encontrábamos a
la señorita Davis en su sillón con la labor. La tenía que olvidar durante unos minutos
sobre la mesita, para recibir todas las carantoñas de Mariola, mientras yo le preparaba
la merienda. Luego, la pequeña se ponía con los deberes y la mujer y yo
conversábamos, o yo volvía a mi despacho mientras la señorita Davis se quedaba,
disimuladamente, controlando a Mariola. Cuando Ignacio llegaba a casa finalizaba la
tranquilidad. Él pinchaba a Mariola con cualquier tontería y hasta después de la cena no
paraban. A todos se nos veía encantados de nuestra rutina.

―Hoy ha venido Gloria a la imprenta -me dijo una noche Ignacio, estando ya los dos solos en nuestra habitación.

―¿Y qué quería? -conseguí preguntarle transcurridos unos segundos, con un ligero temblor en mi voz, que delataba al miedo.

―Dinero.

―¿Y se lo has dado?

―Sí. Ha dicho que no nos volverá a molestar.

No supimos nunca más de Gloria. No volvimos a hablar del tema y, Mariola, nunca preguntó.

En la primavera siguiente, subimos un día en tranvía hasta Génova. Mariola iba encantada observando el paisaje.

―Mañana he de contarle esto a Lucía. Es tan bonito, papá -dijo la niña, levantándose del lugar que ocupaba para sentarse en el regazo de Ignacio.

Él me miró desconcertado, al oír cómo le había llamado Mariola. Un brillo húmedo, de súbito, inundó sus ojos. Posó su brazo sobre mis hombros atrayéndome hacia él, y sus labios obsequiaron con un largo beso la mejilla de la niña.

Tardé un año en escribir mi novela. Ignacio leyó el último capítulo sentado tras la mesa del despacho. Yo, mientras, esperaba sentada al otro lado de la mesa. Al cabo de un rato me levanté y cambié de sitio un jarrón que llevaba en el mismo lugar desde que nos casamos. Luego, me puse ante la estantería a observar los lomos de los libros. Cogí un libro y lo devolví a su lugar. Volví a coger otro.

―¿Podrías estarte quieta? -dijo Ignacio. Di un respingo al oír su voz y opté por colocarme tras los cristales del ventanal y me quedé observando la plaza y la Rambla, en aquella hora desiertas.

Al cabo de unos minutos, oí a Ignacio emitir un largo suspiro. Me giré para mirarle y le vi sentado en el sillón, echado hacia atrás, con los brazos cruzados tras su nuca. El texto, ya cerrado, lo sujetaba en una de sus manos.

―Ahora no tienes excusa, Marina.

El texto le había convencido y no dudé, ni por un instante, de su objetividad. Pero, puede que no fuera el momento, o sencillamente fui una cobarde. Lo guardé en el primer cajón de la mesa, y allí permaneció durante unos años.

A principios de los años sesenta, la ciudad había cambiado enormemente, y con ella también lo había hecho Mariola. Se había convertido en una preciosa adolescente .Me gustaba verla volver del colegio desde el ventanal del balcón. Siempre aparecía sonriente por el paseo, mirando hacia las copas de los árboles, con los libros sujetos entre sus brazos. Parecía ajena al mundo. Cuando subía a casa nos contaba las novedades del colegio, sus pequeños planes con Lucía para el fin de semana, o nos describía al detalle a aquel grupo de turistas, todavía novedosos, con los que se había cruzado. Le hacía mucha gracia verlos con la cámara de fotos colgada al cuello, y preguntando al párroco de San Jaume por die Kathedrale.


Un domingo, Ignacio, al volver de comprar el periódico nos comunicó que aquella tarde íbamos a ir al cine.

―¿Sabe qué película vamos a ir a ver, señorita Davis? -preguntó Ignacio.

―No sé, hijo, pero mi entrada te la podrías haber ahorrado. Yo ya no estoy para estos trotes -dijo la anciana.

―Vamos a ver “¿Qué fue de Baby Jane?”. La última película de su adorada Bette Davis -dijo Ignacio, y todos reímos al ver el emocionado aplauso con el que recibió la noticia la anciana.

Tras la comida, todos nos retiramos a descansar un rato, excepto la señorita Davis, que se quedó con su interminable labor. Cuando Mariola y yo nos encontrábamos ante el armario de mi habitación, eligiendo qué pañuelo ponerme, Ignacio entró en la habitación. No reparamos en él al principio, pero al sentarse en la cama y quedarse en silencio vi su rostro desencajado.

―¿Qué te pasa, Ignacio?

―Creía que la señorita Davis se había quedado dormida -dijo, primero mirándome a mí y luego a Mariola-. He intentado despertarla pero no he podido.

Salí de la habitación corriendo hacia el salón. Ignacio detuvo a Mariola que me seguía y ella protestó hasta estallar en lloro entre sus brazos.

El entierro y el funeral de la mujer, fueron discretos y emotivos, como lo fue ella. Ignacio fue el que se encargó de todo. Arreglando sus papeles nos enteramos de que el verdadero nombre de la señorita Davis, era Martina Esteva. Había nacido en Valencia y siendo muy jovencita, llegó a Palma y entró a servir en casa de la familia Blanes. Se quedó a su servicio hasta que su señora murió y, posteriormente, el actual señor Blanes le cedió la habitación en la que vivía cuando la conocí y le concedió una pequeña pensión. Para nosotros, siempre siguió siendo la señorita Davis.

Al año siguiente, Mariola terminó el bachillerato. Se barajó la posibilidad de que fuera a Barcelona a estudiar una carrera, pero la indecisión que tenía sobre su futuro y el miedo que teníamos a separarnos de ella, nos hizo esperar un poco. Durante un tiempo ocupó mi sitio en la imprenta, encargándose de la contabilidad.

Una mañana tras quedarme sola en casa, entré en el despacho. Al sentarme, vi en el escritorio aquel libro que me regaló Ignacio con mis relatos impresos. Sobre el libro, la página de un periódico, que contenía un anuncio rodeado por un círculo. En él se comunicaba la celebración de un concurso literario de novela. El plazo de presentación finalizaba ese día y el fallo del concurso se daría al cabo de cuatro meses, a finales del mes de abril. Lo pensé durante unos minutos, y al final abrí decidida el cajón del escritorio. Había tomado una decisión.

Aquel mediodía estaba en la cocina terminando de preparar la comida, cuando llegaron Ignacio y Mariola. Tras darme un beso, Ignacio se quedó apoyado en el quicio de la puerta.

―¿ Y? -peguntó Ignacio.

―La he presentado –le contesté.

Cuando le miré, vi que Mariola estaba a su lado y que Ignacio soltaba una carcajada, extendiendo su mano hacia ella con la palma levantada. Mariola, abrió su bolso con un mohín en la cara, y sacó una moneda de veinticinco pesetas que puso en la mano de Ignacio. Habían apostado. Como siempre la idea había partido de Mariola, pero había conseguido que Ignacio me la expusiera como si fuera suya propia. Por el resultado, se notaba que ella tenía sus dudas hacia mí, pero Ignacio confiaba plenamente en que tomaría la decisión correcta. Todo habría sido muy distinto sin su apoyo.

Aquella navidad, Lucía volvió a Palma para pasar aquellas fiestas con su familia. Ella y Mariola se vieron mucho aquellos días. La estudiante la animó a marcharse a la península a seguir sus estudios. A finales de enero, Mariola pasó un fin de semana con los padres de Ignacio, en la casa que habían comprado fuera de la ciudad tras la jubilación de mi suegro. A su vuelta ya había decidido que en otoño se instalaría en Barcelona, en la misma residencia en la que vivía Lucía y empezaría la carrera de Filosofía y Letras, en la universidad de la ciudad. Era algo que esperábamos y en silencio no queríamos aceptar, pero cuando vimos la ilusión en el rostro de Mariola al comunicárnoslo, no pudimos hacer nada más que apoyarla, aunque Ignacio rehusó a participar directamente en los preparativos.

―¿Pero las vacaciones las pasará todas aquí, no? -me preguntaba de vez en cuando Ignacio.

―¡Claro! -le contestaba yo-. También podemos ir nosotros a visitarla.

―¡Ah, no, es ella la que se marcha! -contestaba él, y yo le reñía por su manera infantil de actuar.

―Deja que la niña haga su vida como nosotros hemos hecho la nuestra -le decía yo, consiguiendo al final que aceptara con un pesaroso asentimiento.

―La voy a echar mucho de menos -terminaba por reconocer Ignacio.

El día treinta de abril, acompañé a Ignacio a una revisión médica. A la vuelta, fui con él a la imprenta y subimos al despacho, al que no había acudido desde que Mariola había ocupado mi lugar. Con su marcha, yo tendría que retomar mis funciones y debía ponerme al día. De repente se oyeron voces que venían de la planta de abajo.

―¿Dónde están, dónde están? Era la voz de Mariola.

―En el despacho -le contestó Miguel, el primer oficial-. ¿Le sucede algo, señori…?

Su voz quedó apagada por el resonar de los pasos de Mariola corriendo escaleras hacia arriba. Abrió con ímpetu la puerta y allí nos encontró alarmados. Nos miró a los dos y se acercó hacia mí.

—Ha llegado un telegrama para ti -me dijo, extendiéndome el pequeño papel y arrodillándose a mi lado en espera de que lo leyera-. Creo que es del concurso, mamá.

En aquel momento me dio lo mismo quién enviaba el telegrama y su contenido. Habían pasado seis años desde aquel paseo en tranvía. Desde aquel día, Ignacio había pasado a ser papá, pero yo aún seguía siendo, tan sólo, Marina. ¿Podía ser el contenido del papel más importante que aquel momento? No había necesitado hijos propios para ser feliz. Me había sentido su madre desde el instante en que la señorita Davis me dijo que se la habían llevado. Ella, desde niña, había afianzado mi sentimiento haciéndome sabedora de sus miedos, alegrías, curiosidades y sueños, esperando mi opinión, mi consuelo, mi comprensión, o simplemente mi silencio. Pero sabía que mi felicidad sólo sería completa el día que escuchara a Mariola llamarme así.

―¿Tú crees, hija? -le contesté transcurridos unos segundos, acicalándole el cabello, y deslizando mis manos por sus encendidas mejillas.

―Estoy segura. Venga, ábrelo, mamá -me dijo, dándome palmaditas en las rodillas. Me dispuse a abrir el telegrama. Antes de leerlo miré a Ignacio, sentado al otro lado de la mesa, con las manos alzadas, mostrando sus dedos cruzados.

<< Señora Alomar: Nos complace informarle de que su obra “La palabra de las gárgolas”, ha sido galardonada con el primer premio, en el certamen de novela, que celebra anualmente la editorial Bagur…>>

Dos semanas más tarde estábamos los tres en Barcelona para la entrega oficial del premio. En su presentación, dijeron de mí que era una de las voces más innovadoras de aquella generación. El público presente en la sala estuvo de acuerdo, concediéndome un gran aplauso, que Ignacio y Mariola sentados en la primera fila, amenazaban con hacer interminable. La otorgación del premio concedía el sueño que todos los autores desean alcanzar. La publicación de mi novela, con una considerable edición de ejemplares, y a escala nacional.

Fueron varias las semanas que permanecimos en la ciudad. Ignacio aprovechó para visitar a algunos de sus clientes, y Mariola y yo, nos dimos el apoyo que ambas necesitábamos para encarar el nuevo rumbo que afrontaban nuestras vidas. Ella como futura estudiante y yo como escritora reconocida. Al final del día, nos reuníamos con Ignacio en el hotel y le hacíamos partícipe de todas nuestras novedades. La última noche de nuestra estancia en Barcelona, Andrés, el joven Planas, nos invitó a cenar en su casa. A nuestra llegada, recibí su calurosa felicitación por el éxito de mi novela, y me sugirió que en el futuro le hiciera llegar mis nuevos escritos.

―Quién sabe, puede ser que el futuro nos depare un camino lleno de éxitos -dijo levantando su copa en un brindis al que se unieron el resto. Yo levanté ligeramente mi copa, temerosa del lugar en el que me había metido.

Aquel verano lo pasamos todos juntos en casa de los padres de Ignacio. Él bajaba y subía de Palma diariamente, en el SEAT seiscientos que habíamos comprado. El día que nos llamaron del concesionario para comunicarnos que el coche ya había llegado, lo proclamamos día de fiesta familiar. Hasta allí nos fuimos los tres, Mariola y yo, engalanadas con nuestras mejores ropas.

―¡Venga, papá! -animó Mariola, desde el centro del asiento trasero, cuando vio a su padre dudar ante la circulación de las avenidas-. ¡Vamos a recorrer el mundo!

Riendo los tres, Ignacio afrontó el reto y encauzamos el camino hacia Establiments, donde disfrutamos de una opípara cena en Es Molí d’es Comte.

A final de verano, Ignacio trajo un paquete que había llegado a mi nombre. Lo abrí ante su atenta mirada. En el interior me esperaban cinco ejemplares de la primera edición de mi novela. Yo cogí uno entre mis manos, y pasé sus páginas impregnándome de su olor. Ignacio tomó otro, y al abrirlo, leyó en voz alta las primeras palabras que encontró: <<A mi hija Mariola>>.

A finales del mes de febrero del año siguiente, recibí una inesperada llamada telefónica.

―Hola, Marina. ― Era la voz de Andrés Planas al otro lado del teléfono.

―Hola, Andrés -le dije yo-. ¿Cómo os van las cosas?

―Bien, con mucho trabajo, como siempre.

―Si quieres hablar con Ignacio, está ahora en la imprenta.

―No, es contigo con quien quiero hablar. Por eso te llamo a casa.

―Dime -dije intrigada.

—He estado leyendo el libro de relatos que me enviaste. Sé que hace meses que lo hiciste, pero hasta hace unas semanas no me he podido poner con él.

Andrés estaba convencido de que yo sabía de qué me estaba hablando. Me costó reaccionar unos segundos y disimular mi ignorancia sobre el tema.

―No te preocupes. Sé lo ocupado que estás -le dije en un tono que me resultó convincente incluso a mí.

―He estado pensando en uno de los relatos que incluyes en el texto. En el que da título al libro.

Hasta aquel momento había permanecido de pie, junto a la mesa del escritorio. Di la vuelta a la mesa y me senté en el sillón

—Veo en él material suficiente para tu segunda novela, si no es que estás ya con ella. ¿Te atreves?

―Me lo tendría que pensar, Andrés. Ahora me coges desprevenida -le contesté, consciente de la aceleración que se había producido en mi pecho.

―De acuerdo. Te espero en dos semanas. ¿Venís a ver a la niña, no?

―Sí, no la vemos desde navidad, y su padre ya no aguanta más.

―Os quedáis esos días en casa. No se hable más. Así tendremos tiempo para hablar de nuestro próximo éxito.

―No adelantes las cosas. Todavía no he dicho que sí.

―Lo dirás. Dale saludos a Ignacio de mi parte. Os espero en dos semanas.

―Se los daré, Andrés. Un abrazo.

Aquél día no tenía que acudir a la imprenta, pero no pude esperar a que Ignacio volviera a última hora del día. Estaba enfadada con él. No había duda de que había sido él quien había mandado el libro a Andrés.

Subí las escaleras que llevaban al despacho. Antes de abrir la puerta respiré profundamente. Cuando entré, Ignacio sentado ante la mesa del despacho, me miró extrañado por encima de las gafas.

―No te esperaba -dijo levantándose y dirigiéndose hacia a mí. Me dio un beso en la mejilla, que acepté con cierto punto de altivez.

―Uy, creo que está usted enfadada, señora Cordelli -dijo él, separándose de mí y volviendo a su sillón-. ¿Sería tan amable de sentarse y contarme qué le pasa?

―¿Tiene usted algo que decirme? -le pregunté yo, continuando con el trato que nos dábamos cuando estábamos enfadados o cerca de estarlo.

―¿Yo? No, pero estoy seguro de que por su tono de voz, he dicho o he hecho algo que no le ha gustado.

―Me ha llamado Andrés, Andrés Planas. ¿Le suena de algo el nombre, señor Cordelli? -le pregunté, viendo cómo se le levantaba una ceja, apretaba los labios y miraba para otro lado-. ¿Le suena? -repetí.

―Sí, de algo me suena -me contestó, mientras jugaba con su pluma y seguía sin mirarme.

―Ignacio, me tendrías que haber avisado. Me ha llamado y se ha puesto a hablar como si yo supiera todo sobre el tema. He conseguido disimularlo. ¿Por qué no me habías dicho nada?

―Si te lo hubiera dicho me habrías intentado convencer de que no se lo enviara.

―Sí, seguramente.

―Y sabes que cuando se me mete una idea en la cabeza, nadie me puede convencer de lo contrario. ―Al terminar la frase se quedó callado pensativo―. Excepto Mariola, que en eso es una experta -añadió.

―En eso tienes razón.

―Entonces, ¿para qué perder el tiempo? -me preguntó-. Y qué, ¿lo ha leído?

―Sí. Y le ha gustado. ―Ignacio se levantó del asiento dando un brinco.

―Cuéntame, cuéntame.

Le conté mi conversación con Andrés. Ignacio dio la vuelta a la mesa y me cogió de las manos alzándome.

―En lugar de venir tan enfadada, señora Cordelli, lo que tendría que haber hecho es venir a darme las gracias. ¡Qué haría usted sin mí! -dijo antes de ocupar mis labios con un largo e intenso beso.

―Tienes toda la razón -pensé yo, estando todavía entre sus brazos.


En los años siguientes, nuestros desplazamientos a Barcelona se convirtieron en habituales. A veces iba yo sola, pero la mayoría de las veces Ignacio me acompañaba. Mientras Mariola realizaba sus estudios, mi relación con la editorial de Andrés se afianzó y, surgieron dos novelas y varios libros de relatos cortos, que fueron acogidos por el público con bastante éxito. Poco a poco dejé de ser una novedad y me fui haciendo un nombre.

Una tarde, estando con Mariola y Lucía en una cafetería del Paseo de Gracia, un joven de unos veinticinco años no nos quitaba los ojos de encima. Las dos jóvenes empezaron a murmurar entre ellas.

―Te mira a ti, Lucía

―No, te mira a ti, Mariola.

―No le mires, no le mires, que viene hacia aquí -advirtió Mariola a Lucía.

―Buenas tardes -dijo el muchacho al acercarse a nuestra mesa.

―Buenas tardes -contesté yo. Las chicas se habían quedado mudas.

―Discúlpeme por mi atrevimiento, pero, ¿es usted Marina Alomar, la escritora?

Yo miré primero al joven, luego a las chicas que a su vez se miraban entre ellas, y de nuevo al joven.

―Sí, soy yo.

―La he reconocido y he querido decirle que tengo todos sus libros. Me gusta mucho cómo escribe.

Le di las gracias y estuve tentada a invitarle a sentarse con nosotras, pero viendo las caras que ponían Mariola y Lucía, me despedí del joven, no sin antes pedirle su dirección y prometiéndole que le mandaría mi nuevo libro dedicado. Cuando se marchó, las chicas rieron fuertemente y les llamé la atención.

Durante el penúltimo año de carrera, Mariola conoció a un joven. Me llamó por teléfono para contármelo y para que fuera preparando a su padre. Aquella misma noche, Ignacio ya estaba en la cama leyendo. Yo, sentada ante el tocador me cepillaba el pelo.

―Hoy ha llamado la niña –le dije

―¿Y qué cuenta? -preguntó Ignacio.

―Nada. Que en un mes empieza los exámenes y que anda por ello un poco agobiada.

―Normal -dijo Ignacio. Yo le miraba en el reflejo del espejo.

―Ah, y también ha dicho que se ha enamorado.

Ignacio contestó con el silencio y dejando olvidada la lectura. Me levanté y me metí en la cama. Él permanecía quieto. Le deseé las buenas noches y apagué la luz, pero al cabo de unos instantes se volvió a encender. Ignacio se levantó de la cama, se puso las zapatillas y la bata.

―Mañana mismo nos vamos a Barcelona -dijo antes de abandonar la habitación.

―Mariola, Mariola -dije yo mientras adoptaba mi posición para dormir-.¡Lo que nos espera!

Al día siguiente, poco antes de las dos del mediodía, Ignacio y yo estábamos sentados en una de las mesas del restaurante Madrid-Barcelona, situado en la calle Muntaner de la ciudad Condal.

—Marina, me temo que esta historia va en serio -me dijo Ignacio cuando vio entrar a la pareja unida por sus manos.

La pareja, tras divisarnos entre las mesas, se nos acercó. Mariola sonreía, mirándome fijamente en busca de una respuesta a lo que se iba a enfrentar. Yo sólo le pude sonreír y asentir.

—Papá, mamá, os presento a Joan.

Desde aquel momento, Ignacio monopolizó la conversación durante toda la velada. Joan contestaba educadamente a todas las preguntas que le eran realizadas, sabedor de que estaba siendo examinado exhaustivamente. Algunas preguntas provocaron la crispación en Mariola, y también en mí, pero Joan, con una sonrisa o un ligero roce en su mano consiguió que la joven se mantuviera callada.

Transcurridas dos horas, Ignacio podría haber presentado una tesis sobre aquel joven moreno, de veintitrés años de edad, nacido en Gerona y perteneciente a una familia dedicada a la producción de aceite. Estudiante de Filosofía y Letras, al que habían publicado artículos y relatos en revistas del ámbito universitario y que, tras su paso por la universidad, deseaba dedicarse en pleno a la docencia.

—¿Y ya has pensado dónde? -preguntó Ignacio, tras conocer la futura dedicación de Joan.

—No tendría ningún inconveniente para que fuera en Palma -contestó Joan, logrando el beneplácito de Ignacio

—Y ahora ¿podemos pedir los postres? -preguntó Mariola.


Una sombra impide que los rayos de sol mantengan mi ensueño. Al abrir los ojos veo a Ignacio. Ha hecho mella en él el paso de los años, pero ahí está regalándome su sonrisa, con los periódicos recién comprados bajo el brazo.

—¿En qué estaba pensando, señora Cordelli?

—En usted, señor Cordelli -le contesto yo, levantándome del banco de piedra y cogiéndole del brazo que me ofrece-. ¿En qué otra cosa podría pensar?

Continuamos el camino en silencio, adentrándonos en las sombras que producen los arcos de la avenida Jaime III y que nos conducen, de nuevo, a la calle Concepción.

Hace un par de años, Lucía Blanes volvió a Palma. Al terminar la carrera se había quedado a vivir en Barcelona y siguió ligada a la universidad realizando distintos trabajos en ella. Mantuvo una relación con uno de sus compañeros durante varios años, pero un día, de la noche a la mañana, decidió dejarlo todo y volver a Palma.

Una tarde, Mariola y Lucía vinieron a visitarme. La casa del abuelo de Lucía, en la calle Concepción, llevaba mucho tiempo vacía. Habían estado hablando de abrir un negocio entre las dos, y aquel edificio les parecía perfecto para su idea.

La fachada del número diez, prácticamente no ha cambiado, pero el arco de piedra que hay sobre el portón ha sido cubierto por un rótulo de color ocre, en el que se puede leer en unas bonitas letras negras: Librería Blanes y Cordelli..

En un atril color cobre situado en el zaguán, un gran cartel anuncia la presentación del último libro de la escritora Marina Alomar, hoy domingo, día catorce de septiembre de 1986, a las doce del mediodía.

Nos adentramos en el edificio, convertido en una bonita y acogedora librería. Las paredes del gran vestíbulo, han sido cubiertas con estanterías de madera oscura, repletas de libros. Cada una de las estanterías, en su parte superior, tiene un pequeño letrero de nácar que anuncia su contenido. En la parte derecha, donde está situada la ventana que da a la calle, hay un enorme mostrador de madera, igual que las estanterías. Detrás de él, una mujer, rellena concienzudamente unas etiquetas.

—Buenos días, Lucía -dice Ignacio al entrar.

—Buenos días, señor Cordelli -dice la mujer-. Veo que viene usted acompañado por la estrella del día. ¿Nerviosa, Marina?

—No, nerviosa no, quizás un poco abrumada.

—La familia está por el patio. Les están esperando -dice Lucía.

Adentrándonos en la estancia llegamos a la arcada que da paso al patio. En el centro de él, sigue la pequeña fuente clausurada. Sobre ella, una niña de unos seis años, morena, con el pelo recogido en dos pequeñas coletas, vestida con una camisa blanca y una corta falda de cuadros escoceses, mira con un mohín unos zapatos negros de charol que sujeta entre sus manos.

—¿Qué se han atrevido a hacerte esos zapatos, Martina? -pregunta Ignacio.

—¡Yayo, yaya! -grita la pequeña, dando un salto y corriendo descalza hacia nosotros, entre una de las filas de sillas que hoy decoran el patio-. Mamá me ha disfrazado -continúa diciendo provocando las carcajadas de Ignacio.

—¿Que mamá qué? -dice Mariola, saliendo de la antigua cocina con un ramo de preciosas calas en sus manos. No puedo dejar de contemplarla. Se ha convertido en una hermosa mujer. La serenidad que respira su rostro delata el paso del tiempo, pero su melena sigue cubierta de rizos incorregibles que mantienen su aspecto juvenil.

—Papá, en la antigua cocina Joan está descorchando el vino para airearlo. Podrías ayudarle.

—¡A sus órdenes! -dice Ignacio, realizando un saludo militar-. Martina, ven conmigo a salvar a tu padre de tan pesada función -dice Ignacio a la niña, guiñándole un ojo.

—Sí, Martina. Ve con el yayo. Y ponte los zapatos sin rechistar -dice Mariola.

—Vaaale, mamá -dice la niña dirigiéndose hacia la cocina, cogida de una mano de Ignacio y llevando en la otra los zapatos-. Yayo, mamá va a dejarme tener un perro.

—¿Sí? ¿Y ella ya lo sabe? -pregunta Ignacio a Martina.

—No -alcanzo a oír contestar a la pequeña.


—¿De verdad crees que era necesario todo este montaje, Mariola?

—Sí, mamá. Es lo primero que publicas desde que abrimos la librería, y a Lucía y a mí nos hace mucha ilusión desde que nos lo propuso Andrés -me contesta Mariola, mientras coloca el ramo de flores en un enorme jarrón.

Como si nos hubiera escuchado, Andrés hace entrada al patio desde la librería.

—Buenos días, señoras. ¿Todo preparado? El público está llegando ya.

—Pues hagámosle pasar -dice Mariola.

El público empieza a llegar al patio y va tomando asiento. Andrés y yo nos sentamos frente al público, en un pequeño escenario montado para la ocasión.

Mi editor empieza a hablar de la obra que hoy se presenta. Un nuevo libro de relatos, escritos todos ellos hace muchos años, y que fueron editados de manera privada en una tirada de sólo dos ejemplares. Los textos han sido de nuevo trabajados pero el título permanece: <<¿Te he dicho hoy que te quiero? >>

Oigo las palabras de Andrés aplacándose en el espacio, y desde el sitio que ocupo observo cómo el patio se me va presentando repleto de imágenes pasadas y presentes. La anciana señorita Davis, sentada en su silla de rafia ante la puerta de la que fue su habitación, parece estar sonriéndome. La sombra de Gloria, acodada en la barandilla de la primera planta, con su eterno gesto aburrido y hastiado, desaparece tras el humo de un cigarrillo. Apoyado en una de las columnas, Joan alza con su mano, una recién descorchada botella de vino, ofreciéndome un brindis silencioso. Percibo a mi abuela Pilar en uno de los asientos de la última fila, como siempre alentando mis propósitos. Y ahí, en primera fila, como si no hubiera pasado el tiempo, Ignacio con Mariola cogiéndole por el brazo.

La presencia de Martina, sentada en las rodillas de su abuelo, revela que todos forman parte de una historia que no llegó a quedar plasmada en tinta en el papel y, simboliza todos los anhelos con los que llegué a la ciudad, dando lugar a una realidad, tan maravillosa, que me anima a continuar y a mantener mis ilusiones, convertida en la mujer que hoy soy: la escritora, la madre, la abuela. Y lo más importante, su compañera.